Personalmente (otra vez yo), cuando ocurre me divierte mucho; me hace especialmente gracia. Y es que me encanta pasear, leer, reflexionar y estar sola con mis pensamientos, cojo el billete silencio del tren, pero cuando se trata de una comida, una tarde, un plan con amigos, como leo en En la era del ruido que aniquila el pensamiento, un artículo de Benjamín G. Rosado en la revista La Lectura, necesito de estímulos, de vocerío, de mensajes-bomba-simplistas-atronadores, que convierten al interlocutor como adversario. Quién da más, no. Sino quién habla más. Así, estando en grupo me convierto en «una peligrosa máquina de subjetividad para la que el prójimo no es más que una abstracción desenfocada» como advierte Ramón Andrés, autor de No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio y tan solo oigo, que no escucho: pues, como dice en Historia del Silencio Alain Corbin, «callar es también demostrar que uno está disponible para la escucha».
Entiendo que es un show pero los tertulianos pisándose o esperando su momento de gloria. Los políticos hablando de su libro sin responder a las preguntas de los periodistas. Todos tenemos derecho a hablar pero nadie está obligado a escuchar. ¿Y qué ocurre finalmente (desde mi humilde experiencia)? Que la conversación parece fluida pero es unilateral, que se dice tanto que ya nada tiene importancia y que acaba pasando lo esperado: que uno desconecta en las reuniones en las que no tiene que hablar, que en las presentaciones de equipo solo atiende a su juego y que en ocasiones, acaba interviniendo porque parece mejor decir algo, lo que sea, que no decir nada pero sin escucha activa el ruido no consigue convertirse en música. «From the moment I could talk I was ordered to listen», cantaba Cat Stevens.
Siempre he dicho que la gente «que no habla» me da mal rollo porque no sé lo que piensan. Sé de algunos que les pasa igual y si han de estar con estas personas hasta se preparan los temas de conversación de lo incómodo que se pone todo pero hoy que he escrito esta frase por primera vez, me percato de que la respuesta siempre estuvo ahí...
Aha. ¡PIENSAN!
Dice Mario Alonso Puig que «escuchar es un arte que tiene que ver con la quietud. La quietud es ese espacio mental, ese silencio en el que los juicios quedan apartados. Cuando esto se produce y estás plenamente presente en el ahora, captas una realidad que de otro modo no captarías». Me doy cuenta de esto viendo entrevistas de Jesús Quintero y me imagino cómo arrancaría el programa: «¡Silencio, se escucha!»
¡Y qué silencios...! Conseguían las mejores historias. Y yo lo envidio pues...
«Hola, soy Alicia y tengo miedo al silencio». Estoy trabajándolo. ¿Y tú?
¡Siguieeeeente!