«Tenía nueve años cuando me enteré de los tres incendios de la biblioteca de Alejandría y me eché a llorar»,Ray Bradbury

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Para leer a escondidas en la oficina

"El descontento", Beatriz Serrano

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Hay muchos momentos embarazosos en la vida: practicando algún deporte, alguna caída en mitad de la calle, ese bikini desaparecido al salir del mar… pero, sin dudarlo, creo que los enamoramientos de juventud, aquellas estrenadas mariposas que nos movían a actuar sin pensar, se llevan la palma.

Desde poner su foto en los separadores de la carpeta, probar cómo quedarían sus apellidos combinados con los tuyos hasta hacerle una canción; el bochorno en esa etapa de la pubertad-adolescencia es capaz de llegar a límites insospechados.

Usar mi poco saldo para escribirle un SMS a mi prima de «ME HA ESCRITO» y, sin querer, enviárselo a él. Pensar que lo más oportuno si no me lo sacaba de la cabeza era perseguirlo en mi motilllo como si realmente fuese mi trayecto habitual a casa. Hacerle unos discos y dejárselos en una maceta en frente de su portal. Ponerme una corbata para una fiesta para hacerme la independiente, original y madura cuando todo lo contrario. Hacerme la dormida en el coche para tocarle la mano como si hubiese sido un accidente («Ay, perdona»). Darle mi diario en señal de confianza eterna con luego problemas para recuperarlo. Mandarle la letra de The Ping Pong Song para declararme de la manera que consideraba más sutil. Y un sin fin de iniciativas que me ponían en la casilla de salida (Alone Again, naturally) y confirmaban, una y otra vez, que era absolutamente boba.

O no.

Quizá simplemente desconocía las reglas del juego porque mientras yo vivía en mi particular mundo anarquista y fantasioso de Amélie, los de mi alrededor esperaban estratégicamente el número de días y horas exacto para mandar ese primer mensaje, soltaban negas (algo positivo-negativo del tipo «qué guapa estás, cómo mejoras morena») que te dejaba desconcertada pero te enganchaba hasta las trancas, se peinaban despeinado (me importa pero no me importa) e iban por la vida conocedores de aquellos pequeños detalles que les harían salir triunfantes. De ambos sexos, claro, porque bien es sabido que, aunque ellos compiten, ellas eligen.

Estos días y para mi sorpresa, descubro en la Feria del Libro de Madrid que Jumanji no ha acabado y hay que seguir con la partida. Pero en otros lares.

En El descontento, Beatriz Serrano traslada el juego del amor y de las apariencias a las oficinas pero no precisamente para explicar cómo tener un idilio entre los cubículos, la cantina y las escaleras de incendio, sino por puro instinto de supervivencia.

La novela, que es ácida, altiva, irónica y de lo más contemporánea (se está traduciendo a nosecuántos idiomas), cuenta la historia de Marisa, empleada de una agencia de publicidad con cargo intermedio «con absurdo título en inglés que sirve para darme ínfulas en Linkedin», incapaz de soportar ya un día más de «¡seguimos!» al finalizar un Zoom, la botellita de agua reutilizable por «compromiso con la sostenibilidad» pero «dentro de la oficina estamos a 17 grados mientras que fuera el termómetro de la calle marca 38» y cansada de regalar tiempo a gente con la que tener «conversaciones infructuosas y aburridas con todos aquellos absurdos lugares comunes sobre hipotecas o plazas de garaje o palabras que dicen mal sus hijos o la última serie que habían visto en Netflix».

Su vida transcurre de casa a la oficina y vuelta a empezar con un «incómodo y apretado disfraz» pero en la que con la ayuda de Youtube, unos cuántos orfidales y que le gustan demasiado las cosas bonitas, mantiene su ansiedad bajo control, hasta que se anuncia a cuenta gotas («como un secuestro pactado a plazos») los detalles de un teambuilding en fin de semana.

No contaré el desenlace (no lo he terminado y, ah, ¡compren el libro!) pero sí que me dió que pensar en esas reglas, por todos aceptadas, que pueden resultar en ocasiones ridículas, de lenguaje y formas que se dan en las oficinas y que hay que respetar y seguir, porque como ocurre en el amor y se confirma sean los Bridgerton o unos personajes de Sally Rooney, funcionan y además de conseguir resultados, evitan un día de furia.

La generosidad y empatía («¿Te pongo un café» mientras «coge una de las cápsulas de Natalia»), los mensajes motivacionales («¡Kudos por el trabajazo!»), los anglicismos («os tengo que dejar que entro ahora a una call, pronunciado como “col”»), tomarse algunas materias como cuestión de vida o muerte («preparar un excel o hacer una presentación como si estuvieras hablando de una operación a corazón abierto»), la imitación («si todo el mundo se muestra preocupado, tu debes aparentar preocupación, si todo el mundo está alegre, tú debes simular alegría»), la empresa como familia («la idea de que tus compañeros de trabajo son algo más que compañeros de trabajo para que te cueste horrores levantarte de tu silla a las seis de la tarde porque sientes que estás abandonando a tu hermano pequeño en una gasolinera»), el positivismo imperante («sé que puedes hacerlo»), la inclusión a más no poder («la necesidad de involucrar al mismísimo papa para un proyecto menor»), el trabajo en equipo («el partido de tenis que se desarrolla cuando alguien quiere pasarle el muerto a otro alguien y este se lo devuelve»)…

Formas de actuar y hablar para conseguir esos hitos sobre los que construimos y que siembran aunque, a veces, el subconsciente nos juegue una mala pasada haciéndote empezar un correo con un «espero que no estés bien» y terminarlo con «Un salido».

Pero las normas del juego, estén o no escritas, son las normas y prevalecen para que todo fluya. Aun siendo un conejo.

Leo a Milena Busquets en Ensayo General sobre sus años en el mundo editorial y lo que odiaba trabajar en equipo, cómo no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer, ni decírselo ella a nadie, odiaba las convenciones de ventas, sus argumentos, tener que convencer… Se empezaba a conocer: «puedo ser encantadora a ratos, pero soy incapaz de disimular el hartazgo, el aburrimiento y la suficiencia, estoy muy mal educada. La gente se enamora de mí durante quince minutos y luego me odia durante quince años».

Me acordé de Marisa y su descontento.

Si te reconoces, puede que como Busquets tengas que cambiar de tablero. Hasta entonces, no me lo tomaría todo tan en serio y como en los institutos de las pelis americanas, mientras el profesor escribiese en la pizarra, te pasaría por debajo de la mesa este libro.

Al abrirlo, encontrarías una notita con un corazón y la frase que leí en la faja…

«Para leer a escondidas en la oficina» y unos puntos suspensivos, que nada decían pero todo lo daban.