Lo maravilloso de la vida es que está repleta de primeras veces, casi hasta el final. La primera vez que viste el mar, el primer viaje en avión, la primera vez que montaste en bici sin caerte, tu primer nieto, tocar la nieve, que condujiste, el primer beso... Y ese je ne sais quoi, llámalo adrenalina, llámalo miedo, llámalo asombro, satisfacción, electricidad o desconcierto persiste, da igual cuántas primeras veces anteriores hayas tenido, y la sensación como la experiencia se convierte en algo tan único que cala en nosotros profundamente, para bien o para mal, como lo hacen los días más felices y más tristes de nuestro paso por la tierra.
Entre aquellas vivencias de iniciación, de mi primer colegio, salvo una imagen agarrándome a las patas de mi cama porque no quería ir y mi madre poniéndome el uniforme como podía (yo me hacía la dormida) y una historia con un gato en el patio, mis recuerdos son prácticamente inexistentes. En cambio, revivo como si fuese ayer mis primeras andanzas en el cole al que fui para hacer la ESO y bachillerato, ya adolescente (con más de thirteen), con un pavo e inseguridades galopantes: entraba en un cole mixto viniendo de un colegio de monjas y solo chicas, lo hacía con una escayola en el brazo tras un accidente veraniego por montar en moto comiendo pipas (además de titubear, era boba), el uniforme incluía corbata y era todo en inglés; un cóctel molotov para una entrada triunfal que, ¡menos mal!, hacía con mi prima hermana, a quienes sus padres también habían decidido cambiar de rumbo.
Las dudas de si nos habíamos bajado en la parada correcta del autobús o si acabaríamos llegando tarde, que nos levantasen la falda subiendo las escaleras hacia clase y quedarnos calladas (ahora código penal), pasarnos tres patios convenciéndonos de que hoy era EL día para juntarnos a algún grupo y tardar tanto en decidirnos a cuál que finalmente sonase la campana y a la cuarta vez finalmente acercarnos y nuestra ahora íntima amiga preguntase «¿pero a qué curso vais?» y yo responder entre el shock y la vergüenza: «estamos en tu clase...». Y finalmente dos manos amigas, de un curso más, que conocíamos de nuestro anterior colegio y nos hicieron una introducción que nos facilitó, con creces, encontrar nuestro sitio.
Este mes de septiembre, como yo hace siglos, otros se estrenan en el colegio y otros también lo harán en un nuevo trabajo. Estos días, pensando en esto y leyendo El cerebro del niño explicado a los padres del Dr. Álvaro Bilbao me percaté de cómo (cuando quieres hacer las cosas bien) hay múltiples similitudes entre el acompañamiento de unos padres y su hijo en esas primeras veces y (échense las manos a la cabeza con la comparación) la empresa y los new joiners, principiantes, recién llegados o cualquier otro nombre que le queramos dar pues las incorporaciones se producen en todos los niveles.
Ese acompañamiento que se da para que algún día el niño o el empleado pueda ser autónomo, alcanzar el desarrollo pleno y conseguir sus metas pasa por:
1. Sin prisa pero sin pausa. Como dice Bilbao en referencia a los programas milagro que prometen desarrollar la inteligencia del niño, «posiblemente la razón por la que muchos de ellos fracasan es porque su principal interés es acelerar el proceso natural de desarrollo cerebral, con la idea de que llegar antes permite llegar más lejos». Una semana de formación inicial a veces no es suficiente y ya lo decía Platón: «Nunca desmotives a alguien que está progresando, por muy despacio que lo haga».
2. Hacer uso del lenguaje, de lo que se encargan los equipos de comunicación interna, de RRHH, los documentos donde se detallan los procesos, las demos, la forma definitiva para «transmitir conocimientos sobre donde se encontraban las manadas de animales, para compartir y diseñar estrategias de caza, para explicar cómo se hallaba agua sin tener que acompañar a la persona y pensar así en el futuro», explica Bilbao.
3. Las herramientas, que nos «permiten progresar, haciendo fácil lo difícil». Slack, Coupa, Excel, Google Drive, Teams, Hubspot, Asana, SAP… Hacerse a algunas de ellas no se produce de la noche a la mañana.
4. La empatía, del griego “em” (en) y “pathos” (padecimiento, sentimiento) o la capacidad de ponerse en el lugar del otro que produce que el cerebro racional y el emocional sintonicen; algo muy valorado dentro de las llamadas habilidades blandas ya que dentro del desarrollo del niño (o del empleado) «lo más importante es sentirse comprendido». Todos hemos sido alguna vez la novedad; además de que como dijo Les Brown: «Ayuda a otros a conseguir sus sueños y tú conseguirás los tuyos».
Esta semana veía un capítulo de The Bear (SPOILER ALERT), en el que, alrededor de una mesa (obviamente), chefs de distintos restaurantes recordaban sus primeros días. Carmy, en The French Laundry y cómo recién llegado le tocó hacer la comida de los empleados y el mismísimo Thomas Keller se tomó el tiempo de enseñarle cómo limpiar y atar los pollos, además de unas explicaciones sobre su papel ahí y el legado. Otro, el momento en el dijo «sale» viendo cómo el camarero se llevaba su primer plato a sala. Otra diciendo que el que ella hizo «era horrible». El primer cumplido recibido por un superior. Las sensaciones. El estado de ánimo. Sidney que se dejó los prepedidos de delivery activo por equivocación. Otro contaba cómo al cortarse varias veces y morirse de vergüenza, «fueron muy buenos conmigo. Fue una chica de la sala, no lo olvidaré nunca, me curó y me mandó a la cocina porque era justo antes del servicio. Y por raro que parezca, me dió confianza, me hizo sentir que me había ganado un poco mi lugar ahí o algo parecido».
Estas situaciones de cocina profesional y mi humilde experiencia, a la par que entonando el mea culpa, me llevaron a pensar cómo en empresas pequeñas y medianas o start ups donde se va MUY rápido o no hay grandes departamentos de Recursos Humanos trabajando en las incorporaciones sin programas milagro, apostando por el lenguaje, la formación en el uso de las herramientas y en la empatía entre equipos con figuras como el tutor, es fácil no sino facilísimo, pasar por alto estos puntos. Y me preguntaba si, al menos, se podría poner un cartel invisible en la espalda de estas personas que dijese «nuevo a bordo», para recordarnos que como hacemos cuando estamos en la carretera y el coche de al lado tiene una pegatina señalando que hay un bebé dentro, pasemos con cuidado, con atención, con precaución, preocupación y deseando que tenga un buen trayecto.
¿Qué tal el primer día?