Entre las muchas anécdotas, me llamó la atención cómo recordaba las conversaciones familiares de infancia, en ocasiones caldeadas y sobre todos los temas posibles, pero que nunca terminaban en tragedia. Y es que a la pregunta de si hay cuestiones sobre las que es mejor no hablar, Milena consideraba que había «que intentar dejar a la gente muy libre» pero sin ponernos incómodos, consciente de que todos solemos hablar mucho y quizá de más y concluía sobre las bases para cualquier intercambio de palabras: «la intuición y el respeto de los demás… No sé, ¿tú qué crees?».
Entonces entendí porque sonreíamos e incluso reíamos con sus comentarios, sin duda por su sentido del humor e inteligencia, pero también por la soltura y libertad con la que decía, toooodo el tiempo, exactamente lo que verdaderamente pensaba, post reflexión, siempre repreguntando al de en frente a ver cómo lo veía él y de ninguna forma radical (salvo por su idea de las flores y las velas caras).
Entre la admiración y la fascinación, en los tiempos que corren, comentamos al salir: qué gusto de persona.
II. Hace poco vi American Fiction, una película del año pasado que me llamó la atención por lo atrevido de su argumento: el protagonista, un escritor harto de que el establishment se beneficie del «entretenimiento negro», tiene un giro personal en su vida por el que decide escribir en plan broma y bajo un seudónimo una novela llena de estereotipos de autor afroamericano. El juego se le va de las manos y el libro acaba siendo elogiado por público y crítica hasta el punto que se postula como ganador de un premio del que le han hecho jurado.
El filme está catalogado como comedia dramática y esa combinación de blanco y negro, que da pie a los grises, me gustó. Como decía Jimi Rodríguez en su penúltimo jueves: «los extremos son malos porque llevan al odio, pero son peores porque llevan a no pensar. A no debatir y a no preguntarse cosas. Y entonces terminamos por no razonar y actuar como robots. Y vemos el mal sólo cuando nos lo hacen a los de nuestro equipo, pero vemos que es correcto cuando se lo hacen al de enfrente».
III. Mi hermano invitó a un compañero francés del trabajo a pasar un fin de semana a casa de mi abuela. Estábamos varios de los primos y, bueno, somos humanos por lo que la noche se dejó querer y acabamos acostándonos a las mil.
A la mañana siguiente, fui a la cocina a desayunar en pijama y el francés ya estaba ahí, vestido y leyendo una imponente biografía. Noté que quería conversación pero no chorradas de la noche anterior, sino conversación de la buena. Hice lo que pude, lo confieso estaba cansada, pero el problema real no era ese: sino que estaba desentrenada. Al poco ya estaba excusándome de que debía vestirme y ponerme en marcha.
Meses después, una amiga que se ha casado con un francés me comentó lo interesantes y densas (en el buen término) que eran las tertulias en casa de sus suegros. Y recordé al amigo de mi hermano. ¿Coincidencias?
IV. Soy una firme y romántica defensora de los empresarios y los emprendedores. Son unos valientes y me parece bien, como recalca Fernando del Pino Calvo-Sotelo en uno de sus últimos artículos, que «el que arriesga su patrimonio para montar un negocio obtenga más recompensas económicas que el empleado, el directivo o el funcionario que valora la seguridad en el empleo y una jornada laboral corta».
En cambio, estoy tan anestesiada que este fin de semana leyendo el suplemento de ABC, Líderes con Propósito, me sobresalté al leer a fondo una noticia. Esta se titulaba ¿Por qué las empresas nos generan tanta confianza? pero yo en mi cerebro había borrado la s y donde ponía nos, leí con toda naturalidad «NO generan», adentrándome entonces en la lectura para reafirmar lo malo-malísimos que son los empresarios y, ante mi sorpresa, descubrir algo bien distinto. Resulta que según un estudio realizado por la consultora Edelman, por delante de las ONG (48%), de los medios de comunicación (38%) y de los gobiernos (37%), las empresas (55%) son las entidades que consideramos más competentes y éticas y en quienes más confiamos para gestionar la innovación. ¿Pero si yo en el fondo lo sabía, por qué mi primer pensamiento fue que seguro las odiábamos?
V. Yo no sé si es la agenda, la televisión, el uso adictivo del móvil (lo importante es siempre echarle la culpa a un tercero) pero veo que nos refugiamos y caemos cada vez más en la conversación de ascensor. El tiempo, el concierto de Taylor Swift, el fútbol (da igual si te gusta o no), qué mono tu perro... y tan solo nos lanzamos y abrimos para hablar con claridad, con el riesgo a equivocarnos, con nuestros más íntimos que suelen pensar exactamente lo mismo que nosotros. Nos comportamos como aquellos que salen en la cuenta de Instagram Siblings or dating? en la que hay que averiguar, de lo mucho que se parecen, si los de la foto están saliendo o son hermanos.
Guardo un artículo de 2017 titulado La conversación se muere al negarnos la espontaneidad en una charla en persona; veo el último anuncio de Yoigo que implora a modo musical que vuelvas a llamar; es parte del show pero en las tertulias televisivas todos están a la defensiva; quieren diversidad pero hay temas prohibidos; quieren inclusión pero se ofenden por todo; quieren diálogo pero en cuanto das otro punto de vista, estás conmigo o contra mí. Y es tal la bronca, la tensión, el mal rollo que se genera, que te metes en el ascensor, incluso esperando a que solo esté el pingüino, porque no sabes si compensa abrir la boca.
El martes volviendo de la oficina escribí en whatsapp el nombre del novio de una amiga y el teclado me sugirió poner «amigo». Sonreí y pensé en Milena y su forma de entender el mundo, en cómo la realidad a veces supera a la ficción, en los franceses, pensé en cómo me gustaría poner «conversar» en whatsapp y que la sugerencia fuese la definición en desuso: vivir, habitar en compañía de otros. Pensé... Pero al llegar a casa aceleré para no coincidir con ningún vecino.
Definitivamente, creo que me toca sacar el ¿Charlamos?