I. Esta semana, buscando una carta que mandé a mis padres desde un internado y que ha provocado bastantes risas por lo dramática que era (tinta corrida por las lágrimas, implorando con unos 11 años que me sacasen de allí pronto), encontré un intento de periódico que debí hacer antes de irme al supuesto centro de detención para niñas, de unas seis páginas. Un corto folleto-panfleto titulado Periódico (por si había alguna duda), cuyo subtítulo decía ser revolucionario, atractivo, emocionante, toda la información del futuro, sin ni media tilde, lleno de faltas y la z de Mendizábal al revés y cuyas noticias iban del 2000, año en el que todos seríamos marcianos, un perro aspiradora, un coche fácil de aparcar, una siguiente página sobre tirarlo y comprar una moto, además de un artículo de investigación sobre un aceite belga que había contagiado a toda Inglaterra pero encabezado por una foto de La Española. Es decir: lo que viene siendo información de calidad, de interés general, de gran relevancia, información pura y dura.
Por compromiso y pena y porque mis fotocopiado tabloide iba acompañado de un Chupa Chups («y esta semana te regalamos…») alguno debí encasquetar e incluso vender pero no hubo segundas partes; lo que sí que se germinó fue el poso necesario para decantarme muchos años después por estudiar Periodismo y creer tanto en ello como para un verano contestar al examen para trabajar en Vocento las siguientes firmes y convincentes respuestas cuando todavía no existía ChatGPT a las preguntas sobre la profesión: «Para contribuir en la difusión de la verdad, fomentar la libertad… Hablar con diligencia y rigor… Contrastar y contextualizar los hechos… Por su papel en la democracia... Vocacional. ». Una idealización del oficio que aun persiste y por la que cuando se critica al gremio (incluso yo misma), que si el clickbait, las fuentes, el sensacionalismo, las declaraciones como titulares, me duele y trato de defenderlo a capa y espada repitiendo la frase que uso para describir a los abuelos... ¿Qué haríamos sin ellos?
II. Una sensación típica que ocurre cuando muere alguien y no es familiar o íntimo, es preguntarte si deberías ir al funeral, qué decirle si le llamas, si pintas algo en el tanatorio, si le escribo qué le pongo... Clásicas dudas que acabo aclarando con un pensamiento básico: salvo en las series turcas de Antena 3 donde hay parientes y allegados malos malísimos, ¿qué daño puede hacer estar presente, rezar un poco, incluso simplemente hacer bulto porque así lo sientes? Ninguno.
«Siempre es el momento adecuado para hacer lo correcto», decía Martin Luther King.
III. El pasado finde, me mandaron la historia de María Teresa Rodríguez, más conocida como Telle en Aguilar de Campoo, dueña de Gullón, compañía que en 1983 se vio obligada a liderar tras el repentino fallecimiento de su marido en un accidente de tráfico y por la que luchó desechando varias ofertas de compra, obsesionándose por mantener la fábrica y el empleo en la comarca, contratando a un directivo de la competencia para profesionalizarla e incluso enfrentándose a sus hijos para que no accediesen al cargo de director general antes de tiempo. Hoy líder en el sector galletero, presente en 125 países, con unas ventas de 600 millones y 2.000 empleados, pienso en el momento en el que la señora Rodríguez, ama de casa con 4 hijos, se decantó por seguir con el proyecto de su marido: la valentía y el arrojo, un impulso similar al de Katharine Graham y su Historia personal, libro en el que relata cómo tras quedarse viuda asumió la presidencia de The Washington Post, haciendo frente a quienes lo consideraban impropio para una mujer, y el resto es historia.
IV. En el famoso discurso pronunciado en la ceremonia de graduación de 2005 de la universidad de Standford, Steve Jobs contaba cómo dejó la carrera y se matriculó en un arrebato en el curso de caligrafía del Reed College. «Enseñaban cosas bellísimas, artísticamente sutiles y de enorme interés histórico. Yo estaba fascinado. No creía ni por asomo que esas clases me fueran a servir de nada en la vida, y sin embargo, diez años después, cuando estábamos diseñando el primer ordenador Macintosh, me acordé de todo lo que había aprendido entonces y lo incorporamos al Mac. Fue el primer ordenador con una tipografía bonita».
Y con esta anécdota dejaba una preciosa lección sobre las decisiones en la vida, sobre que a veces no hay que ser tan racional, seguir el camino marcado, que conviene llenarse de romanticismo, fiarse de la intuición, del destino, del corazón. De lo que en el momento sientes que está bien: como estudiar periodismo, ir a un funeral, hacerse cargo de la empresa familiar o aprender de caligrafía.
Los puntos terminarán por unirse y, como dijo Jobs:
«Al final todo cobrará sentido».